¿Estamos tontos o qué?

Todos tenemos manías, nadie es perfecto. Hay gente a la que no le gusta que el pan esté colocado bocabajo, quien tiene que estar agarrando, cogiendo y jugando con todo lo que encuentra a su alrededor, quien no aguanta que se apriete el tubo de pasta de dientes por el centro... Existen tantas manías como personas. 

Yo he llegado a la conclusión de que soy la persona más maniática del mundo y parte del extranjero. Creo que antes no era así. Puede que me haya vuelto muy exquisita desde que vivo en la capital, quién sabe. Sin embargo, lo cierto es que hoy por hoy, me pasaría el día dando collejas.Sí, collejas. A diestro y siniestro. A gente que conozco y a gente que no. Os cuento por qué. 

Por ejemplo, llamadme tonta, pero de toda la vida del Señor, yo he pensado que las mesas eran objetos que constaban de una superficie plana sustentada sobre tres o cuatro patas y que servían para apoyar otros objetos de menor tamaño: un cenicero, un mando a distancia, un ordenador, un plato...

Cada uno en su santa casa puede hacer lo que le venga en gana, freír espárragos o bailar jotas, lo que quiera; que para eso es su casa. Tú, él, los de más allá, todos tenemos, al menos, una mesa en casa. Como son nuestra casa y nuestra mesa podemos, si queremos, poner los pies en ella. Perfecto. Hasta ahí no tengo problema.

Sin embargo, yo, gracias a mi nueva manía, no soporto que nadie, bajo ningún concepto, entre en una cafetería y ponga los pies en la mesa en la que después otra persona va a apoyar su café, su bollo o sus manos. ¡Puaj! Y mal está que se apoyen unos pies con sus correspondientes calcetines y zapatos... ¡Pero es que hay gente que se quita las chanclas y apoya sus pinrreles renegridos! Lo siento, pero no puedo...

A esa chica (porque era una chica, muy mona toda ella, a la que vi hacerlo) le habría arreado un capón que la hubiera arreglado para toda su vida. ¿Por qué tengo yo que ver y oler sus pies mientras me tomo un café?

Otra manía recién adquirida que tengo es la de querer andar por la calle sin toparme de bruces con la gente o tener que ir esquivando a nadie como si estuviese haciendo eslalom. Vamos a ver: de acuerdo que la calle es de todos, pero precisamente por eso, porque es de todos, yo, que voy mirando por donde piso, qué tengo a mi alrededor y esas cosillas, ¿por qué tengo que aguantar al mamarracho de turno que va escribiendo en su teléfonito por medio de Gran Vía? Que seguro que es un smartphone, porque el de smart...nada de nada. 

¡Gran Vía, hijo mío! ¿Que no hay calles poco transitadas en Madrid para que vayas haciendo el lelo? ¿Tanto te urge mandar mensajitos, twitteitos o mierdas? Es que no puedes pretender salir al mundo y estar aislado de lo que pasa a tu alrededor, leñe. Tú no ves porque vas a lo tuyo, no oyes porque estás a tu bola, atropellas porque vas corriendo como buen urbanita, ¿y los demás te tenemos que hacer paseillo?

A ese chico (porque en este otro caso era un chico, muy mono todo él) le habría dado un collejón de estos que pican... que le habría actualizado el estado de las neuronas cagando leches.

Tengo más manías. Cuando subo una escalera mecánica, me gusta llegar hasta el final sin caerme. Soy así de exigente. Ole yo. Imagináos lo mal que lo paso en el metro por tener esta rareza. Y es que todos, todos, los días me voy a encontrar con el alelado o la atontada que, por ir leyendo o, cómo no, tecleando en el movil, al llegar a la parte de final de la escalera mecánica cogen ¡y se paran!

¿Es una broma? Porque si es una broma, desde luego es de muy mal gusto. ¡No podéis parar al final de una escalera mecánica, bobos! ¡Egocéntricos! Que vosotros os pararéis, pero el resto del mundo, incluidas las dichosas escaleras, seguimos funcionando. A poco de física básica que se sepa, está claro el resultado: visita al dentista, porque un diente te partes fijo.

¿Qué les daría a estos mentecatos? Efectivamente, les daría de morros contra la escalera para que la próxima vez se lo pensasen. Y luego el correspondiente pescozón en la nuca.

La última manía que he desarrollado (que veo que a este paso va a desembocarme en una fobia) es los adolescentes con móviles. Bueno, no a todos los adolescentes con móviles. Solo a los que se sienten altruistas y ponen su música a todo volumen en el transporte público para compartirla contigo.

Ojo. Ojo. Soy joven aún. Me gusta la música, cualquier estilo. La música es cultura, ¡pero no tengo obligación de escuchar la tuya! ¡Ni la de tu amigo el que se esconde detrás del flequillo! Que si quiero música me la pongo yo. O me voy a una discoteca o un auditorio o a un concierto. Collejón. Collejón. Y otros dos más de propina. 

Adolescentes, jóvenes de España, universitarios y fauna menor de veinticinco que salís un jueves y volvéis el viernes a desayunar a casa... Vosotros aún no habréis dormido, os durará la borrachera y estaréis súper felices de la vida... Pero el resto del vagón estamos ahí a esas horas porque tenemos que ir, no sé, ¿a trabajar, por ejemplo? ¿A llevar a los niños a la guardería?

Que el reggaeton, a esas horas de la mañana, a mí como que no me entra bien. Vamos, que me joroba un montón. El reggaeton y la música pastillera de esta que suena toda igual (patum patum, patum patum).

¿Estamos tontos o qué?
Es o qué. No tenemos educación cívica ninguna.
Qué triste.


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