Soy demasiado vieja para esta mierda...

Supongo que hay frases que quedan en la memoria colectiva a pesar de no ser demasiado "filosóficas". Creo que ese es el caso de la que pronunció Danny Glover en Arma Letal: "soy demasiado viejo para esta mierda". Los que hemos visto esa película (o la hemos percibido de fondo en nuestra casa mientras la veían nuestros padres) la reconocemos y nos arranca una sonrisilla por el motivo que sea.

A partir de ahora, cuando la oiga, recordaré el sábado pasado, porque de madrugada lo pensé y lo dije sin darme cuenta que lo estaba haciendo: "soy demasiado vieja para esta mierda". ¿Y para qué soy demasiado vieja? Pues algunos pensarán que para nada y otros pensarán que para todo; como siempre, depende del punto de vista.

Pero entrar en un bar, mirar a tu alrededor y comprobar que todos los presentes os miran a ti y a tus amigos como diciendo "¿qué hace aquí esta panda de abuelos?", traumatiza. Y mucho. Pero es que he de darles la razón, porque ya no conozco las canciones que pinchan los DJs ni soporto las luces de colores parpadeantes; tampoco el calor insoportable minuciosamente establecido para incitar a beber ni los empujones ni las aglomeraciones de gente.

Tanta presión acabó conmigo y tuve que salir a la calle. Allí, sentada en un bordillo junto a otra amiga, pude observar lo que se movía a mi alrededor: cientos de muchachos sobreestimulados por las hormonas y el alcohol que se pavoneaban para ser el centro de atención.

Una chiquita de dieciocho años (ya solo escribir "chiquita" denota que me estoy "abuelizando") se sentó junto a nosotras porque no soportaba más tiempo sus tacones. Entonces, y antes de que mi yo consciente se diese cuenta, me giré hacia ella y le dije: "Pero, hija, cómo no vas a estar cansada después de pasar la noche subida en esos andamios. Con tal de salir guapas, preferís partiros un tobillo. Si en vez de tanto tacón te hubieses puesto unos playeros como yo..."

"Como tú, ¿qué?", pensaría la muchacha, "si estás igual que yo sentada en el suelo". Cierto. Pero yo no estaba cansada físicamente, sino desubicada. La gente de mi edad tiene ya demasiadas preocupaciones y gastos como para salir todos los fines de semana. No puede sorprenderme porque yo apenas salgo una vez al mes.


Gracias a Dios, el resto de mis amigos salió del bar en el que estaban y bajamos hasta el bar de siempre. Cuando el dueño nos vio entrar, debió de reconocer al desánimo personificado porque, nada más cerrar la puerta, cambió la música y nos agasajó con aquellos grandes éxitos que todos nosotros sí conocíamos, esos que se llevaban cuando aún no eramos demasiado viejos para esta mierda.

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