El día que me muera...
Como tengo muy
poco espacio en casa, cada dos por tres me da la venada y cambio los libros de
sitio y de orden.
Nunca los
coloco por orden alfabético, ni de autor ni de título. Los ubico según la
editorial: los de Acantilado con los de Acantilado, los de Anagrama con los de
Anagrama, los de Austral con los de Austral, etc. Tengo libros de otras
editoriales que no empiezan por a, ¿eh? No es un fetiche raro.
No es que
tenga muchos, pero sí los suficientes como para perderles el rastro si se los
presto a alguien. Algún título que otro de vez en cuando me baila, y no sé si
está en casa conmigo o de visita en otro sitio. Por eso he decidido hacer un “inventario”.
Bueno, más bien una lista por colores: en verde los que me he leído, en naranja
los que tengo empezados y en rojo los que están pendientes. Prima el verde,
¿eh? No tengo libros por tener libros.
Cuando me
pongo a la tarea de reubicarlos para optimizar el espacio, me entretengo mucho.
Los voy ojeando, busco si dejé marcas o notas (porque sí, soy de las
indeseables que escriben y subrayan a lápiz en los libros) y me embeleso
recordando tal o cual cosa: si este párrafo lo leí en el metro, si este otro me
hizo reír en el autobús, si aquí me tocó parar de leer porque llamaron al
timbre…
Siempre acabo
pensando lo mismo: ¡quiero muchísimo a mis libros! ¡Me hacen tan feliz!
Entonces me
doy cuenta de que, si tienen razón los expertos y los arúspices que examinan
las entrañas del mundo de la cultura, los libros van a desaparecer. Las futuras
generaciones no tendrán ni idea de lo que es una página impresa y, por tanto,
no sabrán apreciarla.
Ellos
preferirán los bits y los megas, y los píxeles y toda esa jerga informática… Y
me da pena.
Por eso he
decidido que, como estarán pasados de moda, serán antiguallas “inservibles” y
nadie sabrá apreciarlos tanto como yo lo hago, el día que me muera, que me
entierren con mis libros.
¿No se
enterraban los faraones con sus gatos y sus esclavos? Pues eso…