A una gallega...
La gente de mi
generación (les guste más o menos) puede que, al escuchar las palabras “hada
madrina”, haga memoria de forma inconsciente y se le vengan a la cabeza ratones
y calabazas y las palabras “bibidi, babidi, bú”.
Las hadas
(madrinas o no, basta con que concedan deseos) son personajes habituales en los
cuentos e historias fantásticas, y a algunos, cuando nos van las cosas un poco
torcidas, nos deleita soñar con tener una que se apiade de nosotros y nos apañe
la vida. (También los hay que sueñan con encontrar un genio, pero como a estos
siempre nos les han pintado un poco traicioneros, no resultan entrañables.)
¿A qué viene
todo esto? Pues a que, a veces, los sueños se hacen realidad y resulta que
descubres que las hadas madrinas existen. No tienen varita mágica ni vestidos
pomposos de purpurina, pero si son almas compasivas y adorables que suplen la
falta de poderes cósmicos con una bondad y una sonrisa capaces de tirar
murallas abajo.
Hacía tiempo
que lo venía sospechando, pero hoy, por fin, tengo la certeza de que yo cuento con un hada madrina. Aunque realmente no puedo asegurar que sea un hada… Al
ser gallega, bien podría ser una meiga. Como todo el mundo sabe, “haberlas, haylas”.
Ella siempre
está ahí, pendiente, dispuesta a entrar en acción, para lo bueno y para lo
malo. Optimista, abnegada. A veces también un poco cabezota… En cuanto tiene
oportunidad, ¡zas!, te alegra el día, la semana, el mes e incluso el año si te
descuidas.
Creo que es
capaz de todo porque en su cabeza lleva grabado a fuego: “¿Qué cuesta hacer
felices a los demás? Nada… ¡Pues vamos a hacerles felices!”.
Y así vive su
vida.
Desde que se
cruzaron nuestros caminos me ha ido dando pistas. La última de ellas bastante
obvia, la verdad (como puede apreciarse en las fotos de mi regalo de cumpleaños). Pero ahora que ya lo sé, ahora que me ha concedido un gran
deseo, no veo la hora de poder agradecérselo como se merece.
Ella es
muy grande. Y quiero que todo el mundo lo sepa.