El fin de un viaje. El comienzo de una era
Podríamos
decir que este viaje comenzó un 1 de octubre de 2005, en Valladolid, en un
pequeño piso con paredes multicolor, en el barrio de Santa Clara (aunque la
mayoría lo considere La Rondilla), al lado del campus universitario.
Allí se
sucedieron innumerables hechos y anécdotas que cada cierto tiempo se recuerdan
con humor y, a veces, incluso con sorpresa al pensar en la ilusión e ingenuidad
de las que se hacía gala entre aquellas paredes.
El cerdo
Cerdo, la apuesta de aguantar tres puñetazos escondidos bajo una mesa, el
pasillo lleno de globos en fechas señaladas, el carro de la compra, los juegos
de adivinar canciones, la gata Victoria, el baño para contorsionistas (que
luego se transformó en un modesto aseo con ducha de hidromasaje), el sinfín de
personas que por unos motivos o por
otros desfiló para comer o dormir allí, los martillazos del vecino en la pared
del salón, los calzoncillos en la ventana, las vecinitas, la muerta de la curva,
el profesor de billar… Son historias que muchos saben.
Pero lo
realmente importante, la esencia de lo que se vivió allí, en el 4º Eeeeee, solo
yo la guardo en la memoria.
Antes de las
ocho de la mañana sonaba el despertador, y como Atila el Huno (por su forma de
recorrer el pasillo), el protagonista de este viaje empezaba su jornada: ducha,
paseo en toalla, portazo al microondas, Cola-cao, vaqueros, chupa, sombrero,
pitillera, zippo, carpeta, bolis y a la facultad.
Iba a
prepararse para ser científico.
(Y cumpliendo
con los clichés que se adjudican a las grandes mentes, sí, a veces había que
avisarle de que llevaba la camiseta del revés y del revés; ojo al dato).
Pero un puñado
de anécdotas no compone una historia.
Esta historia,
este viaje, está plagado de horas y horas delante del ordenador (sí, a veces
para ver Perdidos y otras series en
versión original; pero las más de ellas, que es lo que nadie sabe, para
estudiar, para empaparse de conocimientos infinitos que abarcan desde la más
minúscula de las partículas hasta la más ingente de las entidades, el universo),
de páginas y páginas de apuntes escritos con letra de pulga…
Pero también
de horas con cigarros, muchos cigarros, y cafés para “bohemizar” conversaciones
sobre poesía y la Teoría de cuerdas; sobre Dios y el Pastafarismo; sobre Espartero
y Espronceda; sobre política, sobre amor, sobre desamor…
A los de fuera
podrá parecerles que todo fue muy fácil, un caminito de rosas: después de
primero, segundo; después de segundo, tercero; y luego cuarto, por último
quinto; y para seguir “la tesina” y para rematar “la Tesis”. Todo seguidito
como un pasodoble (y con la buena suerte de que los exámenes no coincidían
nunca con San Pelayo… ¡Viva San Pelayo!)…
Pero la verdad
es que sí. Todo fue muy fácil, porque cuando hay pasión, entrega, devoción por
lo que uno hace, por más empeño que se le ponga a las cosas, por más fuerzas y
esfuerzos que se le dediquen a algo… Nunca se tiene la sensación de que se está
trabajando (y por eso también se tiene tiempo para aprender a jugar al póker
con los Pelayos), sino de que se está viviendo un sueño; y eso es lo que le ha
pasado a él.
Pero ese sueño
termina hoy, casi once años después. Es el final del viaje.
El chico de 17
años va camino de cumplir los veintitodos con su título de Doctor en Física
bajo el brazo.
Y él (Atila,
Simba, Didi, Siete…) puede ir con la cabeza más alta que nunca y presumir de
que lo logró. De que cumplió su sueño.
Supongo que la
nueva historia se escribirá ahora desde algún piso del centro de Lovaina.
Y es que hoy,
empieza una nueva era.
Enhorabuena,
amigo…
Perdón…
Enhorabuena,
doctor González.