¿Chist, chist…? ¿Chist, chist…? ¡Tus muertos!
Chist, chist…
para llamar al gato. O al perro. O a tu periquito de color azul.
Chist, chist…
para llamar, si me apuras, al colega del alma que llevabas al lado con disimulo
para señalarle algo sin que se enterase nadie...
¿Pero chist,
chist a mí? ¡Tus muertos!
¿Desde una punta a otra de la calle, bien alto, bien
sucio, con cara de gallito de corral, sacando pecho y andando como un garrulo?
¡Tus muertos!
¿Añadiendo después a voz en grito: “Oye, niña, dame
un cigarro”? ¡Tus muertos!
¿Indignándote además con un “¡Ni puto caso!”,
también bien alto, porque te ignoro? ¡Tus muertos!
¿Que la maleducada soy yo? ¡Tus muertos!
¿Qué parte de tu actitud iba a provocar que me detuviese
complacida y halagada, dispuesta a darte un mísero cigarrillo? ¿Que tratases de
llamar mi atención evidenciándome en medio de la calle como a un chucho? ¿O el
pavoneo que quería dar a entender que yo tenía que complacer tus ganas de fumar
solo porque sí? ¿O esa mirada arrogante y asquerosa que más que hacerme sentir observada, me ha hecho sentir radiografiada?
¿Qué parte de toda esta breve aunque molesta
situación te invitaba a pensar que tú te comportabas como es debido, y que
quien ha sido una desconsiderada he sido yo?
Chist, chist… ¡Tus
muertos!
Para recibir, primero hay que dar.
Y no me refiero al cigarro de los cojones.
Si quieres que la gente se tome la molestia de
mirarte y responder a tus preguntas, aprende primero a comportarte: no rebuznes
desde kilómetros, acércate y pregunta. Acuérdate del “disculpa” y del “por favor”.
Cambia el imperativo por el condicional. Y la cara de mamón por la de persona
normal.
Tal vez entonces, y solo entonces, cualquiera, y no
solo yo, se plantee, al menos, gastar un segundo de su tiempo en mirarte.
Payaso.