Porque nuestra vida es como dice la tele...



Hoy, a las 6 de la mañana, un sutil rayo de luz ha cruzado juguetón por mi ventana, se ha posado sobre mis ojos y me ha hecho cosquillas en la nariz.

Lejos de enfadarme, he sonreído al día que empezaba, me he estirado con gracia entre mis sábanas perfectas y me he levantado llena de buen humor y optimismo antes de que sonase el despertador, al que he mirado con picardía.




Divina de la muerte enfundada en unos shorts de lencería fina, sin despeinar y completamente radiante, he correteado hasta la cocina para encaramarme con gracia sobre la encimera y, desde allí, porque todo está muy a mano, servirme un delicioso tazón de cereales, acompañado de frutas frescas y un delicioso zumo de naranja recién exprimido. 


Acabado el desayuno, he caminado de puntillas, medio bailando, muy resuelta, hasta la ducha, mientras dejaba caer sutilmente mi ropa. El agua, que por supuesto salía desde el principio a una temperatura deliciosa, me ha servido para enjabonarme de un modo muy sexy, haciendo posturitas y poniendo el culete en pompa. Con el champú, he tenido un orgasmo solo de pensar en lo estupendo y brillante que iba a quedar mi pelo después.
 





Frente al espejo, que me ha devuelto un reflejo casi divino, sin arrugas, manchas o líneas de expresión (y mucho menos granos), me he lavado los dientes sin crear espuma hasta parecer un perro rabioso, me he aplicado la crema hidratante de día, el bodymilk, me he maquillado de forma sutil y natural, utilizando el corrector de ojeras (aunque no sé muy bien para qué, si no tenía), la base (para que termine de recubrir unas imperfecciones que está claro que no tengo), los polvos (con efecto mate, que finjan restar brillos a mi piel perfecta), el eyeliner (para enmarcar mis ojos almendrados), la máscara de pestañas (para alargar aún más lo infinito), el gloss (para que haga aún más apetecibles mis labios) y la sombra de ojos (por dar algo más de vidilla al asunto aunque sea innecesario).








Aún envuelta en mi toalla (perfectamente conjuntada con la que llevaba en la cabeza), he paseado de nuevo cual ninfa del bosque hasta mi dormitorio, donde, alzando los brazos como la primera bailarina del ballet ruso, me he puesto desodorante.





Frente a mi espejo de cuerpo entero, me he ido probando mis doscientos modelitos para comprobar cuál de ellos me hacía mayor justicia en el día de hoy. Tras arduas deliberaciones, siempre indecisa y mordiéndome con coquetería el labio inferior para no crear dudas, he optado por el más cómodo: un vestido de cóctel entallado que realzaba mis líneas, y unos zapatos stilettos a juego, porque eran la opción más cómoda y práctica para un día laborable.




Tras bañarme de nuevo, pero esta vez en perfume, como si no fuese caro, y tener un nuevo orgasmo, he cogido mi bolso y mi carpetilla con papeles de “negocios”, imprescindible para que se note que voy a trabajar, y me he marchado rumbo a la gran ciudad caminando como una top model, porque yo lo valgo.




(Lo creáis o no, he tardado 10 minutos).

Por supuesto, dirección al transporte público, donde todo el mundo es guapo, educado y huele casi tan bien como yo, he parado en una cafetería para comprarme un café y un muffin para llevar. He buscado el  más bonito del mostrador, ya que lo cierto es que luego no me lo he comido. (He preferido sustituirlo por una barrita de cereales, que tiene tantas vitaminas y es tan sana como una comida completa).




Por la calle, las mujeres me sonreían y cuchicheaban entre ellas “¿cuál será su secreto?”; y los hombres me miraban con galantería y admiración.




Una vez en el trabajo, con ruido ambiental de teléfonos y teclados, todo el mundo ha aplaudido mis ideas y felicitado mis esfuerzos. He recibido un sinfín de elogios y he dado millones de apretones de manos. Tantos, que ni siquiera me he parado a pensar en si cobro menos o no que mis compañeros del género opuesto.


          



Por supuesto, he comido una ensalada deliciosa, con mucho verde y nada de grasa, acompañada de mis compañeras (siempre mujeres, por supuesto), con las cuales he hablando con recato, sin pronunciar palabras malsonantes o soltar improperios de ningún tipo, sentada a lo Grace Kelly en una banqueta del bar. Hemos charlado animadamente sobre niños y papillas, trucos de limpieza, las últimas tendencias... Lo normal, por supuesto. ¿Qué otros temas podríamos tratar si no?





Al acabar mi jornada he ido al gimnasio, y allí he tonificado mis glúteos, reducido mi abdomen, definido mis bíceps y fortificado mis pechos. Pero lo que más tiempo me ha llevado, ha sido escoger el modelito…




Al salir, como no estaba nada cansada, me he ido a la compra y de compras, procurando siempre que el contenido de las bolsas fuese de lo más estético: unos brotes de alfalfa por aquí, unos tomates por allá, una barra de pan con semillas de amapola por acullá… Y marcas, marcas y más marcas que dejasen bien claro los establecimientos que he visitado.




De vuelta en casa, me he bajado de los tacones y me he puesto unos calcetines de lana, unos pantalones cortos y un jersey cuatro tallas más grande para acurrucarme en el sofá a tomarme una taza de café humeante antes de hacer la cena.




Claro está, cuando me he dispuesto a cocinar, he vuelto a cambiarme de ropa: ¡todo el mundo sabe que para cocinar, la ropa debe tener la misma gama cromática que los azulejos y la encimera!




Aunque antes de empezar, he esperado, como buena esposa, a que mi chico me explicase qué tipo de arroz debía utilizar para la receta, y qué productos me ayudarían después a quitar mejor la grasa. Porque también sabe todo el mundo que son ellos quienes mejor nos aconsejan sobre esas cosas…




Ahora acabado el día, sigo feliz y radiante… Ya que a pesar de tener la regla, me siento limpia y segura. Tanto, que creo que me voy a ir a acostar bailando al estilo Bollywood.

 


¿Vosotras no?

Entradas populares de este blog

Tetas, tetas, tetas

Vivir en el infierno, o tener de vecinos a Homer Simpson y señora

Carta a una excompañera